“Hoy vine hasta aquí
dejando atrás
el sabor a ciudad,
que la amargura que
intento cambiar no
sea mi alimento...”
Los Piojos
Por Cristian Sebastián Molina
2019. Verano. Calor, demasiado calor y yo que no paraba de drogarme.
Atrás había quedado esa etapa de “curiosidad” y de “de vez en cuando”. El hábito
de consumir cocaína se había transformado en una dependencia que dominaba mi
vida y no me permitía decidir nada desde la racionalidad hacía varios años.
Depresión, angustia, soledad, y una vida que se volvía insostenible y
que pendía de un delgado hilo tras un intento de suicidio.
Una libertad efímera que se había transformado en el peor de los
encierros.
Después de un fallido intento para dejar el consumo mediante un
tratamiento terapéutico ambulatorio y corriendo de mi lado a toda aquella
persona que me ofreciera ayuda, los días pasaban y yo me seguía drogando.
Deambulaba cual perro de la calle mientras continuaba perdido y perdiendo:
familia, empleo, amigos, amor.
Mi cabeza estalló. Febrero de 2019, y tras una interminable y permanente
semana de consumo en casas, en la calle y en cualquier lugar que lo amerite
decidía cruzar la ciudad caminando e ir al Hospital a pedir ayuda a mi
psicóloga, a quién había abandonado meses atrás.
Con ayuda profesional y con la voluntad de querer salir de este flagelo,
me internaba voluntariamente en la Comunidad Terapéutica San Ignacio de Loyola.
Era la decisión más difícil pero racional que tomaba.
Ocurrió un 4 de febrero a las 10 am, lo recuerdo con exactitud.
Con mil dudas e interrogantes en mi cabeza me acompañaron mi hermana y
mi sobrino. Despedirme de mi hija y de mi vieja fue cruel pero necesario para empezar
a descubrirme y cambiar.
Hacerte cargo del mal que te causas, y del daño que le haces a tus seres
más queridos, es la etapa donde afloran las mayores miserias que alcanza un
adicto.
De las más dolorosas donde uno siente que tocó fondo, y que peor no se
puede estar/vivir.
Recuerdo poco de los primeros instantes en el lugar, el efecto de las
pastillas recetadas por el Psiquiatra para controlar la abstinencia era fuerte,
y no me dejaba pensar bien sumado a lo intenso de lo que estaba viviendo.
Recorrí las instalaciones junto a un asistente con quien de entrada
pegamos buena onda porque es bostero como yo, compartíamos dos pasiones
adictivas, la Cocaína y Boca Juniors.
Saludé a varios de los chicos que estaban en la comunidad mientras recorría
la casa, y hablaba con el asistente quien me terminó de convencer y dejar en
claro que estaba en el lugar indicado para mi rehabilitación.
Con el tiempo nos transformamos en amigos y recordamos esa primera
charla, cuando Julián con un recorrido más amplio en su tratamiento, veía en mí
más ganas de salir corriendo a consumir, que de quedarme.
Paralelamente, veía deseo y voluntad, fundamental para el punto cero del
tratamiento.
Con lágrimas en los ojos me instalé, acomodé mis cosas en la habitación
y me sume al resto del grupo. Los primeros días fueron raros y movilizantes,
momentos de angustia por no querer estar ahí, de alegría por iniciar una nueva
etapa de mi vida, de tristeza por pensar en el afuera, de rabia y malestar por
querer consumir y no poder hacerlo.
Casi sin pensar me fui acomodando. Las noches eran complicadas,
conciliar el sueño era una ardua tarea y en muchos pasajes se veía alterada por
la aparición inconsciente del deseo de consumir.
Comenzar a trabajar terapéuticamente con los profesionales me ayudo
mucho, al igual que aferrarme a la palabra de otros compañeros, participar de
los talleres y volver a encontrarme con el Periodismo en el taller de los
viernes donde proyectábamos concretar una revista.
Párrafo aparte merece la familia, quienes golpeados y dolidos en lo más
profundo por el accionar de un adicto decidían apoyar y acompañar fielmente mi
tratamiento.
Un nuevo empezar en el que aparecieron personas que uno, sumido en la
dependencia a la cocaína, no visualizaba que estaban ahí, dispuestas a tender
una mano desde lo más sincero y pleno del ser humano.
Poco a poco, como una lenta transición, similar al andar de una tortuga
de un lugar a otro, el deseo de consumir y de vivir drogándome le daba espacio
a una nueva etapa de análisis, reflexión, que llevaba a pensar y accionar
racionalmente.
Mantener la cabeza enfocada en positivo resultaba vital para mantenerme
y no declinar en el tratamiento.
Cada viernes en los encuentros de Periodismo pudimos expresar
sentimientos, sensaciones, emociones y empezaron a aparecer notas sobre
historia de vida, crónicas, poesías, entrevistas y definiciones...
Definiciones sobre “¿qué nos pasó?” Desenmarañar esos personajes oscuros
y siniestros, que construimos los adictos, es una tarea difícil y dolorosa pero
fundamental para avanzar.
Construirle una Identidad al “Perro de Campo”. La metáfora de ese “Perro
de Campo” que somos, que llega en un 90% de las veces agregado al
territorio/comunidad donde debemos y necesitamos adaptarnos y apropiarnos de
herramientas que nos permitan sobrevivir y salir adelante.
El paciente/perro de campo es un ser que por diversas circunstancias fue
abandonado y hoy, el nuevo territorio/comunidad le permite forjar una
Identidad; definición tomada como la cualidad de ser una persona que se supone
o busca.
Septiembre de 2019. De fondo suenan reiteradamente “Las Pastillas del Abuelo”
y cantan que “no vaya a confundir la soberbia con autoestima, que la soberbia
mira de más arriba y no llora penas ajenas, en cambio la autoestima se
transmite y contagia a cualquier persona buena”.
Pienso un cierre a este escrito, un cierre certero y definitivo como el
que decidí darle al “mundo de las drogas”.
Transcurrieron seis meses desde ese punto final...seis meses de cambios,
de descubrimientos, de afianzar nuevos y sanos vínculos, de revalorizar el
pasado, pensar el presente y proyectar un futuro por descubrir.
Transcurrieron siete meses, de los más felices, lejos del consumo y
viviendo sin drogarme. En definitiva, VIVIENDO.
PD: A vos Diva que día a día me sostenes
y moldeas una persona de bien.-